domingo, 14 de diciembre de 2014

La despensa


En ese momento era el hombre más satisfecho de la montaña. Había conseguido la perfección de su casa. No una perfección estética, por supuesto, que distaba mucho de ser buena. Si no en su despensa, pues había conseguido engendrar un museo de olores y sabores. Un deleite para los sentidos. Un tornado de olores y sabores, todos dignos de un rey y de un campesino. Porque para él los mejores sabores eran los más sencillos, eso sí, siempre con materia de primera calidad y cuidada con mucho mimo. Absolutamente todo lo que contenía esa habitación era un placer, y por supuesto todo hecho por él.

No frecuentaba tanto como querría su pequeño tesoro, porque tenía cierto miedo a que se escapase poco a poco su esencia. Pero ese día tenia la excusa perfecta para visitarla. Acababa de rellenar unas salchichas y necesitaba colgarlas en el armario destinado para eso.

Al abrir el cuarto, te recibía una dulce caricia de vino y madera, seguido inmediatamente de un fuerte olor a queso viejo. Se paró en el umbral y se dejó inundar por ellos. Si permanecía el tiempo suficiente podía distinguir más olores que escapaban de su cofre del tesoro. Olor a especias, a hierbas, la suave fragancia de la carne seca. Sin embargo, otras pasaban desapercibida. Para llegar a ellas debías ir tú en su búsqueda. Eran fragancias más discretas, mas recatadas.

Cuando volvió en si se apresuro en cerrar la puerta y bordeó una estantería, avanzo por el lado izquierdo, y mientras lo hacía acariciaba con su mano las barricas. No eran muy grandes porque, al fin y al cabo, no podía permitirse grandes cantidades de un mismo cultivo, la ley lo prohibía. Querría abrir cada uno de los toneletes, olerlos y saborearlos, pero los que eran de vino corrían el riesgo de estropearse y los de licor, que estaban en clara desventaja numérica, no eran adecuados para el momento. Cuando llego al final, volvió sobre sus pasos, observando los quesos. Algunos frescos, iban progresando como era de esperar, los viejos continuaban su curación. Observó un tarro relleno de aceite y hierbas aromáticas entre ellas tomillo, romero, perejil, algunos ajos troceados y algo de sal por supuesto. Tuvo nostalgia, era un queso excelente, y después de profanar su virginidad cortando un trozo, el cliente no lo quiso comprar. Por supuesto, lo echó de la casa y lo tachó de la lista de clientes. No iba a obligar a nadie a comprar algo que no quiere, pero cuando abres una pieza así es solo para disfrutar de la compra, y no para poner excusas al precio, que aunque alto, era justo. Tuvo que desmembrarlo en trozos pequeños y meterlo en el tarro con su mejunje especial para salvar algo de su espíritu, de su esencia, por así decirlo. No lloró por fuera, pero estuvo días cabizbajo por aquello.

Una de las salchichas que llevaba al hombro quiso saltar, y reparó que no había hecho nada de lo que se había propuesto hacer. De hecho, estaba otra vez en la puerta, que era la esquina opuesta a la que tenía que ir. Esta vez fue hacia la derecha y luego al final, donde tenía un armario con unos ganchos dentro, en la parte más alta descansaban tripas rellenas, cada una con combinaciones distintas de carne, grasa y especias. La parte de abajo, que en un principio no tenía utilidad, ahora, en un arrebato de falta de espacio, lo usaba para secar carne. Después de dejar las salchichas atadas a los ganchos con un nudo propio, que probablemente ya estaría inventado, cerró con cuidado las puertas. Están destacaban porque en vez de ser de madera, estaban hechas de una telilla fina para que las carnes transpirasen y a su vez no pudiesen entrar invitados no deseados.

Inspiro y recogió una nueva muestra de olores, y es que tenía que mostrar interés por ellos o no se dejarían notar. Abrió otro armarito, igual que el anterior  pero más bajo y con menos fondo, pero al abrir la puerta con tela no te encontrabas ganchos, si no un montón de cajoncitos de madera, todos ellos rotulados a fuego. De abajo a arriba se leían especias, hierbas aromáticas, mezclas propias y hierba de fumar. Toda y cada una de estas, estaba cuidadosamente secada y curada, lista para usarse en lo que uno necesitase. Eligió con cuidado un cajoncito de hierba de fumar en el que ponía relajante, lo sacó entero y lo sopesó. Estaba casi vacío. Cerró el armarito y dejó el cajoncito encima del escritorio.

Sacó una bolsa de cuero, que llevaba colgada del cinturón, la abrió y vació el contenido del cajoncito en la bolsa y volvió a colgar la bolsa donde la llevaba. El cajoncillo lo apiló con otros tantos que había en esa misma mesa.

De repente ya no le pareció tan descabellado el comer algo de esa despensa, aunque fuese fura de horas. Meditó, y tras unos instantes golpeo el puño contra su palma, habiendo hallado la respuesta. Un trozo del queso profanado. Todo eran pros, no tendría que abrir nada, estaba muy rico aun sin haber estado el tiempo necesario de curación porque estaba con aceite y especias y era algo adecuado para comer a esas horas.

Primero sacó del cajón del escritorio unos papeles y los apartó. Seguido un cuchillo con un mango de madera de pino, que aunque no era muy bonito si que intimidaba y estaba afilado, y por ultimo una tabla de madera. Parecía a primera vista que era el fondo del cajón, sin embargo era una tabla de cortar, vieja, de una madera dura y llena de muescas y cortes debido al uso. El motivo de esta última, es porque haría las veces de plato, porque como todo el mundo sabe, el queso exigía servirse en madera.


Trajo el tarro y lo deposito con cuidado, lo acarició y lo abrió con fuerza. Se dejó por el olor  a aceite, pero rápidamente notó que algo faltaba. El pan. Salió de la habitación dejando la puerta abierta y volvió con un buen trozo de pan. Robusto, esponjoso, horneado en su punto, ni muy blanco ni muy hecho. Con todo listo ya estaba preparado. Se sentó y esgrimió su cuchillo, metió la punta en el tarro y pinchó un buen trozo. Lo sacudió y lo deposito en la tabla con la ayuda de la otra mano. Cerró el bote y recogió con la yema del dedo un hilillo de aceite que ayudado por el desnivel de la mesa amenazaba con saltar a sus pantalones. Se chupó el dedo, sonrió y asintió. Se relamió. Esgrimió el cuchillo y partió el trozo de queso por la mitad, lo separó con la hoja. Montó una de las mitades sobre el trozo de pan, lo miró, respiró y le propinó un mordisco. Esta ceremonia llevaba su tiempo. Cuando devoró las dos mitades del queso, divió lo que le quedaba del pan en trozos pequeños, con estos untó el aceite de la tabla hasta que estuvo tan limpia que la pudo guardar sin más en el cajón. Lamió la hoja del cuchillo y la secó en su camisa, también lo guardó en el cajón. Cogió los papeles y apuntó: Salchichas, 3 ristras, y marcó la fecha actual. Los papeles se quedaron fuera. Se levanto y dejo el queso en su lugar, corrió la silla hacia la mesa y se dirigió a la puerta. Todavía tenía que hacer muchas cosas, y el tiempo en esa habitación pasaba volando. Le dedicó una breve y discreta  reverencia con la cabeza a la habitación y esta se la devolvió con su fragancia a vino dulzón.


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